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Lo que se entiende, se aprecia

  • javier99999
  • hace 1 día
  • 3 Min. de lectura

El estudio del vino se convirtió en un interés inesperado después de una comida con un médico iraní-americano en Florida. Aquel hombre hablaba del vino que habíamos pedido como si recitara un poema, describía su historia, sus raíces, su origen geográfico. En ese instante nació en mí un interés repentino por el mundo del vino.


Como resultado, el año pasado tomé un curso en la Universidad de Boston. Cada miércoles analizábamos cuatro vinos de una misma región. Frente a mí, una copa de Pinot Noir nacida en la Côte Chalonnaise aguardaba paciente mientras estudiábamos su historia: cómo Napoleón estableció las leyes de herencia de los viñedos en Borgoña, el tipo de suelo y su composición mineral, y cómo los monjes benedictinos de la Abadía de Cluny perfeccionaron la vinificación para aumentar la calidad del vino y la productividad de las vides en un espacio limitado por la ley y la naturaleza. Explorábamos el clima, la temperatura, los vientos, los minerales del aire, la luz solar anual, los tiempos de siembra y cosecha… un cúmulo de conocimientos antes incluso de oler, de mirar a la copa.


Luego lo observábamos con atención: el color, tonalidad, la intensidad del anillo, las lágrimas. Después venía el aroma —o nariz—, que despertaba debates sobre la relación entre el tipo de uva, el suelo y el clima de ese año. Seguía el sabor —o “paladar”, como se dice en terminología oficial— y el diálogo del paladar con los aromas secundarios, la textura en la lengua, la duración del juego de sabores y aromas, el bouquet y otras propiedades. Finalmente, conectábamos cada una de esas características con su origen, su tierra, su clima y su historia, para identificar a ese vino como un individuo único.


El proceso completo, para un solo vino, tomaba alrededor de una hora.


Y de ahí surgió mi conclusión personal: cuando se dedica tiempo, paciencia, estudio, curiosidad y análisis a comprender un vino, resulta imposible no apreciarlo al probarlo. Porque incluso aquello que no es agradable a primera vista tiene una razón de ser. Dentro de sus limitaciones, ese vino es lo que es, no lo que yo espero que sea. Siempre he pensado que las expectativas son el enemigo de la felicidad.


Al salir de una de esas clases, en un helado enero en Boston, me asaltó una pregunta: ¿qué sucedería si miráramos otras áreas de la vida con la misma curiosidad, interés y paciencia? Si estudiáramos el lugar al que viajaremos con la misma atención que puse mi Pinot Noir, estoy seguro de que disfrutaríamos más la esencia de ese lugar, sus bellezas e imperfecciones, comprendiendo sus causas y dejando de lado lo que quisiéramos que fuera.


Admiro a quienes se apasionan por los autos, algún deporte o el coleccionismo, a quien se emociona porque consiguió una pieza que faltaba en su colección de billetes. Ellos se apasionan porque conocen, estudian, entienden. Y con curiosidad, su aprendizaje nunca se detiene. Aplican el mismo precepto.


Si lleváramos ese mismo principio a las personas —entender su historia, su pasado, el origen de sus hábitos— descubriríamos que cada uno carga con capacidades y con monstruos internos que desconocemos; que las expectativas que proyectamos no son más que ficciones de nuestra mente; que las expectativas destruyen la realidad. Y todo tiene un origen, como el vino. Cada gesto, palabra o reacción, cada virtud y cada defecto y desgarro son producto del “clima” en que alguien creció, del “suelo” del que se nutrió su cuerpo y su mente, de los “minerales” que absorbió de las “manos” que lo cultivaron y del “sol” que recibió.


Entender así, sin juicio y con genuina curiosidad, permite tolerar sin etiquetar, mirar con todos los sentidos abiertos. En la inmensa mayoría de los casos, no se puede despreciar aquello que se comprende. Lo que se entiende, se aprecia.


Y quien logra mirar así a otra persona logra una inmensa virtud: puede vivir en armonía con los demás, descubriendo un universo en los ojos de aquel con quien habla. Pero en el caso del médico, esta forma de mirar a quien pone su salud, su esperanza y su vida en sus manos, no es sólo una virtud, es una obligación.

 
 
 

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