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El proyecto humanitario más exitoso de la historia

  • javier99999
  • hace 4 días
  • 7 Min. de lectura

¿Por qué Tememos Más a la Medicina que a las Enfermedades?

Vivimos en la época más saludable, segura y longeva de toda la historia humana. Y, sin embargo, nunca habíamos desconfiado tanto de la ciencia médica. Los médicos vemos que hoy se teme más a las vacunas que a los padecimientos que previenen, más a los antibióticos que a las infecciones que tratan y, en mi subespecialidad, más a los medicamentos biológicos que a las enfermedades autoinmunes.

En todas las ramas de la Medicina Interna, el índice de cumplimiento de los tratamientos —desde medicamentos hasta dieta y ejercicio— sigue siendo inferior al 50%, con cientos de miles de muertes prevenibles (solo en Estados Unidos) y enormes costos de salud y emocionales para familiares y pacientes por falta de adherencia. Las razones son claras: miedo a los efectos adversos, indiferencia o el hecho de que muchos padecimientos —como la hipertensión, el colesterol elevado o la diabetes— no “se sienten”. Pero una de las causas más comunes es la comunicación deficiente entre médico y paciente: el médico no explica las expectativas del tratamiento y el paciente no las cuestiona.

 

Una causa más profunda

Propongo una razón más profunda para temer a los tratamientos médicos más que a las enfermedades que tratan o previenen.Muchos problemas de salud que diezmaban a la población y afectaban la calidad de vida, en el siglo XXI ni siquiera los vemos. Así de simple.

Antes del siglo XX, más del 50 % de todas las muertes humanas eran por enfermedades infecciosas. En la Edad Media, la esperanza de vida europea oscilaba entre 25 y 35 años. A inicios del siglo XX, la mortalidad infantil era de 1 de cada 5 niños; hoy es de menos de 1 de cada 100.

Hace apenas un siglo, la vida era una ruleta. Un parto, una herida infectada o una neumonía podían ser sentencias de muerte. Había causas de fallecimiento hoy inexistentes o muy improbables: hemorragias en el parto, infecciones dentales (las personas morían de caries que alcanzaban el hueso) o deficiencias nutricionales como escorbuto y pelagra.

La viruela mató a más de 300 millones de personas solo en el siglo XX. La difteria, el tétanos y la tos ferina hoy son prácticamente nombres en los libros de pediatría, pero antes llenaban hospitales con niños que morían asfixiados. La tuberculosis —“la peste blanca”— cobraba una de cada siete vidas en Europa. La poliomielitis paralizaba cada verano a miles de niños. Hoy, gracias a una simple vacuna, está prácticamente erradicada.

Sin conocimiento de la microbiología, la mayoría de las cirugías terminaban con la vida del paciente. Problemas hoy simples, como una apendicitis o una colecistitis, resultaban mortales.

Hace apenas unas décadas, un paciente con artritis reumatoide estaba condenado a sufrir dolor crónico y discapacidad. Un paciente con hepatitis C crónica casi siempre evolucionaba a cirrosis, cáncer o insuficiencia hepática, a menos que recibiera un trasplante. Hoy, los pacientes con artritis reumatoide pueden llevar vidas productivas y funcionales, incluso sin síntomas graves, y la hepatitis C es curable.

Actualmente, entre el 30 y el 50 % de los cánceres son prevenibles. Los más comunes —mama, próstata, colon o tiroides— pueden entrar en remisión permanente en hasta el 90 % de los casos si se detectan a tiempo. Si consideramos todos los tipos de cáncer, la supervivencia a cinco años es del 70 %, y este número sigue creciendo gracias al monitoreo, la prevención y el tratamiento oportuno.

Incluso las pandemias se han limitado en el daño que causan. A lo largo de la historia, las epidemias marcaron profundamente el destino de la humanidad: desde la Peste de Justiniano en el siglo VI, que acabó con entre 25 y 50 millones de vidas, hasta la Peste Negra del siglo XIV, que eliminó hasta el 60 % de la población europea —unos 200 millones de personas—. La Gripe Española de 1918 infectó a un tercio de la humanidad y mató entre 50 y 100 millones de personas, más que toda la Primera Guerra Mundial. Las sucesivas pandemias de cólera, iniciadas en 1817, se cobraron más de 40 millones de vidas y dieron origen a la epidemiología moderna gracias a las investigaciones de John Snow.

Otras epidemias, como el tifo, asociado a la pobreza y la guerra, causaron millones de muertes, mientras que la malaria y la tuberculosis —presentes desde tiempos antiguos— se estiman responsables de miles de millones de muertes acumuladas en la historia humana. En comparación, la pandemia de VIH fue controlada mediante tratamiento farmacológico en solo 6-8 años, y más recientemente, la pandemia de COVID-19 se contuvo en apenas dos años, gracias a la identificación del virus en semanas y a una vacuna experimental desarrollada en solo once meses después del primer caso.

 

Al no ver la enfermedad, no se le teme; y al no temerla, tampoco se le respeta ni se celebra la salud. Se da por hecho.

Tuve el privilegio de visitar el laboratorio de Albert Sabin, creador de la vacuna contra la poliomielitis, en el Cincinnati Children’s Hospital. El museo del laboratorio muestra fotografías de multitudes de personas haciendo fila para recibir la nueva vacuna. Estas imágenes reflejan el arrebato de los padres por vacunar a sus hijos porque veían la poliomielitis en otros niños.

Hoy, como ya no se ven esos casos, surgen movimientos que cuestionan la vacunación. Lo mismo ocurre con el sarampión, casi no se ven niños con encefalitis por esta enfermedad. Cuando un paciente recién diagnosticado con artritis reumatoide conoce a otros pacientes que hacen yoga, juegan tenis y llevan vidas independientes por ser tratados adecuadamente, su percepción sobre la enfermedad cambia, pareciera poco agresiva. Igualmente, cuando se indica la vacuna contra el virus del papiloma humano, muchos dudan su aplicación, precisamente porque el cáncer que previene ya casi no se ve.

A esto se suma la diseminación de información falsa y las “burbujas” en redes sociales que refuerzan mitos. Pero ese será tema de otro artículo.

En 1900, las principales causas de muerte eran la neumonía, la diarrea y la tuberculosis.Hoy son las enfermedades crónicas del envejecimiento: cardiopatías, cáncer y demencia, es decir, vivimos lo suficiente como para morir en la vejez.

 

La revolución del confort.

No solo vivimos más: vivimos mejor. Hace un siglo, lo que hoy consideramos normal era un lujo impensable.

Una ducha caliente requería cargar y calentar agua manualmente y por lo tanto era un privilegio. El dolor se trataba con morfina o resignación. Y aunque no existe una definición universal de “miopía severa”, aproximadamente el 3–5 % de la población —dependiendo del estudio y la edad— vive con seis o más dioptrías, lo que los haría prácticamente disfuncionales sin anteojos, como vivieron los humanos durante milenios. Hoy tener anteojos es algo normal

Sin ir más lejos, las casas del pasado eran simples refugios contra el clima o el crimen; hoy son verdaderos palacios de confort, con telecomunicaciones, drenaje, clima controlado, entretenimiento y refrigeración. Lo damos por hecho.

Esta sociedad que vive hasta la vejez y para quien el confort es casi un derecho, pierde la perspectiva de lo que los Homo sapiens previos a nosotros sufrieron por más de 150,000 años.

 

¿Cuál debería ser el rol del médico ante este miedo paradójico al tratamiento?

El fenómeno contemporáneo en el que los pacientes temen más al tratamiento que a la enfermedad refleja un cambio en la relación entre medicina, confianza y percepción del riesgo.Ya no vivimos en una época en la que el miedo era a la muerte inmediata —como lo fue durante casi toda la historia de la humanidad—, sino al efecto adverso, a la pérdida de control o a la dependencia de un sistema que muchos perciben como frío o impersonal.

Definitivamente, el médico tiene un papel central en redirigir este temor. Algunas propuestas:


  1. Escuchar el miedo sin juzgarlo.


    El primer rol del médico es crear un espacio seguro donde el miedo al tratamiento pueda expresarse abiertamente. El miedo es una emoción racional desde la vivencia del paciente: suele provenir de experiencias negativas previas, desinformación o la sensación de que el tratamiento implica perder autonomía. El médico no intenta convencer, sino comprender el origen del miedo. ¿Es miedo al dolor, a los efectos secundarios, al fracaso, o a depender de otros? ¿Es un miedo racional o simbólico a la pérdida de identidad, al envejecimiento, al estigma?


  2. Restablecer confianza y significado.


    El segundo rol del médico es reconstruir la confianza: no sólo en la medicina, sino en el propio cuerpo y en la capacidad de sanar. A través de técnicas de comunicación empática, escucha activa y creación de rapport, el médico ayuda al paciente a encontrar un propósito más grande detrás del tratamiento. “No tomas un medicamento para suprimir un síntoma, sino para recuperar tu proyecto de vida.”


    Cuando el paciente asocia el tratamiento con su propósito —ser independiente, ver crecer a sus hijos, retomar su trabajo o vivir sin dolor—, el miedo pierde prioridad en su mente.


  3. Traducir la ciencia al lenguaje humano.


    El coaching aplicado a la práctica médica actúa como un puente entre médico y paciente. El lenguaje técnico, los riesgos estadísticos y las probabilidades abstractas pueden aumentar el miedo si no se contextualizan.


    El médico puede:

    1. Traducir los datos a significados personales.

    2. Explicar beneficios y riesgos en términos comprensibles.

    3. Reforzar que el tratamiento no es una amenaza, sino una herramienta al servicio de la vida.


  4. Acompañar la decisión y el proceso.


    El miedo no desaparece solo con información, sino con acompañamiento.


    El coaching médico ofrece un espacio de seguimiento emocional y existencial a lo largo del proceso terapéutico, desde la decisión inicial hasta la adaptación al tratamiento. El acompañamiento continuo evita que el paciente se retraiga ante los efectos secundarios, que abandone el tratamiento o que caiga en la desconfianza.


    La adherencia se convierte en una consecuencia natural de la comprensión y el sentido.

  5. Fomentar autonomía y participación.


    El objetivo final no es que el paciente obedezca, sino que participe activamente en su salud. El médico promueve responsabilidad compartida, elección informada y compromiso personal. Cuando el paciente siente que el tratamiento es su decisión, no una imposición externa, el miedo disminuye y la adherencia crece.

 

Conclusión.

Ser precavido es sabio. Toda intervención médica conlleva riesgo, pero el equilibrio entre cautela e intervención es esencial. Como médicos, coaches o cuidadores, nuestra misión no es solamente prescribir, sino también restaurar la confianza en que la ciencia, la empatía y la colaboración son expresiones del quehacer médico.

La ciencia médica no es perfecta, pero es el proyecto humanitario más exitoso de la historia. Temerla más que a las enfermedades que derrotó es olvidar que el progreso no fue un accidente: fue el fruto de generaciones que se negaron a rendirse ante el sufrimiento.

La próxima vez que dudemos de una vacuna o un tratamiento, recordemos algo simple y trascendente: Somos la primera generación en la historia que puede vivir lo suficiente para morir de vieja.

Eso no es suerte. Es ciencia y medicina aplicadas responsable y humanamente.                                                                                                                                       

 
 
 

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